Caminando, caminando
encontré un pequeño terreno;
un suelo cubierto de fértil tierra
cuidada con mimo y esmero.
– Tú acogerás las semillas del arrugado limón
que ayer recogí en el huerto del Tío Ramón.
Con un pequeño palo hice un agujero,
deposité las simientes y depacito las tape luego;
sin dilación me levanté
y sorprendido desde el interior escuché:
– Algún día volveremos convertidas en un nuevo ser,
con gustoso ácido invitaremos a los que nos quieran comer.
El tiempo pasaba lentamente,
y sin apenas desfallecer,
no perdía la esperanza,
tampoco el interés.
– ¡Paciencia amiguito, mucha paciencia!
Pronto saldré y poco a poco me verás crecer.
Raíces primero, tallo y hojas después;
un limonero fue levantándose erguido hacia el cielo
iluminado por el sol, regado por la lluvia
y mecido por el viento.
– ¡Por fin estás aquí, pequeño limonero!
A mi lado ya te tengo para acompañarte y probar tus frutos suculentos.